Echando el lazo empático

– ¿Y a quién se lo cuentas cuando estás así? ¿A tus padres?
– No, no quiero preocuparlos, que están mayores.
– ¿A tus amigos, entonces?
– No se lo cuento a los amigos porque no quiero que me vean así, y tampoco es cuestión de amargarles la vida contándoles mis penas.
– ¿Entonces a quién?
– En realidad… a nadie, me lo guardo yo y a esperar que se pase.

Lamentablemente, esto no es un diálogo de una (mala) novela, sino una conversación que, con más frecuencia de la que nos gustaría, los psicólogos y psicólogas vivimos a menudo en la consulta.

Imagen propiedad de jason.lengstorf (jasonandkehly)

Basándonos en el impulso de proteger a los demás, incluso de nosotros mismos y nuestra influencia, y padeciendo el miedo al qué diran o a que los que tenemos cerca cambien su concepción de nosotros, podemos optar por no contar lo que nos pasa y guardarnos nuestros problemas para nosotros mismos.

Siempre tengo la broma de que un psicólogo diciéndole a alguien que comparta sus problemas está tirándose piedras a su propio tejado porque, si se lo cuenta a todo el mundo, ¿para qué un psicólogo?
Esto, como ya he dicho, no es más que una broma, ya que sabemos de sobra no solo que contar los problemas a los demás no está reñido con acudir a un psicólogo, sino que lo complementa hasta el punto de ser un buen predictor del progreso en la superación del problema.

Pero, ¿cómo se lo voy a contar a los demás si ni yo lo tengo claro?

Cuenta eso mismo, esas dudas. Nadie te está haciendo un exámen donde hay respuestas correctas e incorrectas. Estás contando lo que tú quieres, lo que te pasa a tí, y eso lo conoces tú mejor que nadie, al menos hasta donde lo conoces. Si no sabes algo, si no puedes explicarlo, eso es parte del problema, así que, cuando le dices a un amigo o familiar no sé bien qué me pasa ya estás compartiendo parte del problema.

¿Y para qué le va a servir al otro lo que yo le cuento? ¿No le amargo la vida?

No sé a tí, pero a mí me sirve lo que me cuentas cuando entras a la primera sesión para saber qué hacer y, sobre todo, para generar un lazo contigo. Te comprendo mejor tras haberte escuchado y, desde ese momento, ya eres alguien importante para mí. ¡Y te acabo de conocer! Imagínate lo que significa todo esto para alguien que ya te conoce.

Pero yo no quiero preocupar a los demás con mis problemas.

Déjame que use un ejemplo. Llegas de dar una vuelta y te encuentras tu casa acordonada por la policía. Ves a un agente y le preguntas qué está ocurriendo y por qué no puedes entrar. ¿Qué tal si el policía te dijera que nada, que no pasa nada, que no te preocupes, y ya está? Supongo que no te quedarías satisfecho con la información y que, para colmo, podrías empezar a darle vueltas a la cabeza y ponerte en lo peor. Imaginarse lo peor se nos da muy bien y, una vez empezamos, nos cuesta parar. Casi mejor que nos mantengan informados de cómo va la cosa, por mal que vaya, y así puedo saber cómo reaccionar. Eso nos evita mucha ansiedad innecesaria.

¿Qué pensarán los demás de mí si les cuento mis penas? ¿Cómo afectará eso a la visión que tengan de mí?

En primer lugar, no son solo tus penas. Como ya he comentado, podemos mostrar a los demás un mapa bastante completo de por dónde va nuestra mente. Eso, por supuesto, les ayudará a conocernos mejor, ajustar su conducta (saber qué temas tratar o cuáles no para influir positivamente en nosotros) y recordarles que somos humanos. Ya se acabó la era de los superhéroes que salvaban la tierra sin despeinarse el flequillo. En la vida real, estamos rodeados de personas que viven y sufren pero que, a pesar de ello, tienen el superpoder de seguir adelante. Saber que lo han pasado mal no les resta mérito, muy al contrario.

¿A quién y cuánto debo contar?

Esa es una elección totalmente personal. Tú conoces a los que te rodean -bueno, al menos un poco- y tienes el derecho a contar las cosas hasta donde tú quieras. Aquí, simplemente, estamos a favor. Los límites los marcas tú y, como en casi todo, no hay recetas mágicas.

¿Cómo puede afectar a mis relaciones con los demás el abrirme y contar cómo estoy, aunque sea mal?

Hablar con los demás equilibradamente -es decir, sin estar llamando cada cinco minutos para quejarnos mientras no hacemos nada por mejorar- genera o refuerza el lazo. La comunicación con los que tenemos alrededor nos muestra, nos hace comprensibles y despierta la empatía en nuestro interlocutor. Si echan del trabajo a alguien de la planta de arriba a quien no conocemos, o si le ofrecen un ascenso, nos entristeceremos o nos alegraremos, según corresponda, pero de un modo menor que si esto ocurre con alguien a quien conocemos.
Imagina si este mecanismo es fuerte que, si te paras a pensar en una persona anónima a la que hayas visto hoy y, justo después, te doy una mala noticia sobre ella, ¿no te conmueve más que si te doy una noticia negativa sobre «alguien», así, en abstracto? Puede que no hayas visto a esa persona que decimos más que un par de segundos, pero saber algo más de ella ya genera un lazo empático que es una de las bases de nuestra supervivencia como especie.

¿Y cómo puede afectarme a mí el abrirme con los demás y expresar lo que siento y pienso?

Pues haz la prueba. Yo apuesto a que muy bien. Al compartir lo que nos ocurre, nos aliviamos de cierta cantidad de carga, ponemos el problema «sobre la mesa» -lo cual puede arrojar luz y una nueva perspectiva-, hace que reforcemos el lazo con nuestro interlocutor y lo sintamos más cercano y abre la puerta de futuras comunicaciones y experiencias compartidas.
Pero hasta aquí la teoría. Haz la prueba.
Cuando lo hayas hecho, escríbeme y cuéntame qué tal.