En muchos aspectos, es un placer vivir en Córdoba, una ciudad con más de 2900 horas de sol al año y donde la gente hace vida en la calle, mostrándose y observando a quien se muestra.
Para cualquiera de nosotros, sobre todo si tenemos un mínimo interés en comprender el comportamiento humano, observar los hábitos de los demás, sus reacciones, su forma de vestir o de comunicarse es una delicia y una fuente de información maravillosa (ya es conocida mi afición a observar).
Lamentablemente, no todos parecen disfrutar de esto.
Salir a la calle a conocer gente suele llevar detrás intereses ocultos. Intereses como el de… ¡conocer gente!
Es desesperanzador tener que asistir al espectáculo de personas que tienen que preocuparse de qué dicen y cómo lo dicen para no ser mal entendidos y buscarse un problema.
Si una chica (y empleo el ejemplo en femenino porque así comenzó esta reflexión en una charla) decide mostrarse agradecida con su físico y, por lo tanto, exponerlo para gozo y disfrute propio y de ajenos, puede estar mandando «señales equivocadas».
Si una chica, por seguir con el ejemplo, habla abiertamente de sus gustos o de su sexualidad puede estar mandando «señales equivocadas».
Si van así es porque «van a lo que van» (sic.)
Y, claro, para evitarse el problema, lo mejor es que no flirteen. Y del no flirtear se pasa al no hablar abiertamente. Y de aquí a no vestirse de manera provocativa (sin olvidar que la provocación está en quien mira, no en quien muestra).
Sigan la línea de pensamiento castrante y verán como el título del artículo está más claro.
No, no es problema de las mujeres. El problema lo tenemos nosotros. Bueno, nosotros no, ellos. Algunos hombres -como espero que lo seas tú, lector- somos suficientemente adultos para entender que un flirteo puede acabar con un «no» y que, como se solía decir, «no significa no». Algunos hombres ya entendemos la diferencia entre querer y necesitar.
Es una cuestión de comprender que estamos manejándonos entre adultos y que, por lo tanto, no conseguir lo que se quiere en un juego no debería traducirse en tener que partir en dos el tablero.
El deseo es una fuerza tremenda, claro está, pero aun lo es más el deseo soterrado y disfrazado de moralidad sin comprensión, de dogma conductual.
¿Qué lógica macabra se esconde tras la idea de que para que algo no me excite lo que debo hacer es eliminarlo? Si algo me induce deseo, es a mí a quien induce deseo y, por tanto, el problema es mío y la solución, en consecuencia, corre de mi cuenta.
No culpo a la comida si no soy capaz de hacer dieta. Puede que deba preguntarme ¿para qué demonios hago dieta?
Es el miedo a plantearse estas preguntas, y a las esclarecedoras pero complicadas respuestas que pueden surgir de ahí, el que hace que nos empeñemos en hacer que los demás oculten lo que nos atrae de ellos y, muerto el perro, se acabó la rabia.
Chicos, hombres: disfrutemos de la belleza que nos rodea, investiguemos sobre ella, deseemos alcanzarla, pero basemos este deseo en ofrecer algo más a quien tenemos cerca, no en adueñarnos de su voluntad porque así lo queremos. Olvidémonos del absurdo conquistar y pasemos al atraer.
Chicas, mujeres: ni un paso atrás. El mundo se construye sin ceder un milímetro y mostrándonos tal y como somos, orgullosas y diversas, valientes y amables. Flirtear es un derecho tanto como lo es la ropa bonita o una sonrisa amplia. Jugar con la alegría del juego y no con la obsesión con una supuesta victoria.
Compañero, si crees que el problema es de la que tienes en frente, puede que necesites ayuda.
Si finalmente comprendes que necesitas ayuda, todos y todas estaremos encantados de acogerte y comenzar el trabajo, que para eso estamos.
Me voy a la calle, que hace buen día.