Insignificante

¿Has tenido alguna vez un fuerte dolor de muelas?

Es algo fascinante. Y no me refiero, claro, a que sufrir un dolor agudo sea algo deseable, ni mucho menos. Lo que me maravilla es que, cuando nos ocurre, se detienen las rotativas.

El conflicto entre israelíes y palestinos, desde el último recrudecimiento al cierre de este artículo, se ha cobrado las vidas de 140 palestinos, docenas de ellos civiles inocentes. Todo eso en solo 8 días.

Una noticia terriblemente trágica… hasta que me duelen las muelas.

No trato de banalizar, de ninguna forma, una tragedia como la del pueblo palestino. Nada más lejos de mi intención, pero permíteme que trace el ejemplo de manera exagerada para dejarlo claro.

Nuestras preocupaciones son importantísimas y responden, en la mayoría de los casos, a necesidades de tipo funcional y evolutivo. Me preocupo por mí mismo y por las circunstancias que me rodean porque, de ese modo, aseguro mi pervivencia.

El dolor de muelas me obliga a ponerme en marcha, a no tolerarlo y, por tanto, a preocuparme por mi salud bucodental y acudir a un profesional para que me ayude. Pero, cuando se soluciona, nos damos cuenta de que el mundo ha seguido girando.

Eso ocurre, igualmente, con nuestras preocupaciones. Nos centramos en un problema propio con una intensidad que, para ser útil, debería estar acorde con la dificultad de dicho problema. Pero rara vez es así del todo.

Algunas veces tendemos a preocuparnos en exceso y a generar más sufrimiento con construcciones propias. No significa esto que no tenga importancia lo que me pasa, pero rumiar un pensamiento no lo resuelve y, para colmo, hace que parezca muchísimo más insalvable.

Nuestros problemas centran nuestra atención y me hacen creer que yo soy especial o que soy único.

Luego, en frío, podemos pensar «no soy especial, desgraciadamente». Yo me inclino a pensar «no soy especial, afortunadamente».

El no considerarme una excepción a las reglas físicas del universo, el no creer que mi cerebro está constituido por materiales distintos al de cualquier persona, no debería hacerme sentir mal o solo. Muy al contrario, reconocerme igual entre iguales me debería conectar, inmediatamente, al resto de mis compañeros de ruta, al resto de humanos.

Un maestro tibetano nos comentaba un día que debíamos tratar a los amigos igual que a los enemigos, y a estos igual que a las personas que apenas conocemos, porque el amigo antes era desconocido y el enemigo antes pudo haber sido amigo o igualmente desconocido. La persona no cambia, lo que cambia es la concepción que construimos de ella.

Me encantó ese pensamiento, tan simple pero tan difícil de aplicar.

Puede que ayude pensar, como decía Carl Sagan, que todos estamos hechos del mismo material que dio origen al universo, el mismo que conforma las estrellas.

No soy especial, solo soy un infinitamente pequeño puntito en la inmensidad del universo. Un puntito con un dolor de muelas, eso sí.

Pensar esto no va a evitarte ir al dentista o venir al psicólogo, pero puede que, como a mí, te ayude a sentirte más ligero, con mucha menos presión, con más ganas de explorar el cosmos -el cercano y el lejano-, de aprovechar el aquí y el ahora.

No ser único ni especial, pero reconocerte complejo y fascinante, puede que te ayude, como a mí, a acercarte con otra mirada a otros, tampoco únicos ni especiales, pero igualmente complejos y fascinantes.

Yo ya estoy deseando conocerte.