La felicidad sepia

Reconozco que me encantan los refranes. Y me encantan no por lo que dicen, que a veces también, sino, sobre todo, por lo que implican.
Los refranes tienen muchísimo que ver con eso que siempre voy diciendo de que las cosas no son ni buenas ni malas; simplemente son cosas.
No sé si ya he hablado de un profesor que tenía cuando era pequeño que, ante la pregunta «¿qué tamaño tiene que tener la redacción que nos ha mandado?» respondía con un lacónico «lo bueno, si breve, dos veces bueno».
¡Ah, perla de sabiduría! Pero, claro, estaría muy bien si no fuera porque, probablemente la semana siguiente, alguno de mis compañeros, o yo mismo, le espetábamos de nuevo «la redacción, ¿cómo tiene que ser de larga?». Y él, ni corto ni perezoso, nos despachaba con un «caballo grande, ande o no ande».

De veras que me maravillaba darme cuenta, a esas edad, de que el saber popular es sabio -y popular- porque se adapta a todo como un guante.
¿Lo necesitas corto? Lo bueno si breve. ¿Lo necesitas largo? Caballo grande. Y, a cada roto, un descosido.

Y mi favorito: «cualquier tiempo pasado fue mejor» y todas sus variantes, que vienen a decirnos, por ejemplo, que antes los sabores eran más intensos, los amigos más leales, las aventuras más emocionantes y los padres más equilibrados.

De veras que me encanta. Sobre todo porque se lo puedes oír, cuando eres pequeño, a tus abuelos y a tus padres. Pero es que, indefectiblemente, lo vas a decir tú cuando tengas su edad. Y, claro, tu ayer es su ahora y así. Tu abuelo dirá que sus tiempos mozos eran los mejores, tu padre dirá que los suyos y tú recordarás, si tienes mi edad, la enorme diferencia entre un bollicao con la pegatina del «Toi» y el de ahora que, claro está, «no sabe a nada».

Puede que todo esto, esta glorificación del pasado, no sea otra cosa que la resistencia al cambio. Nos cuesta horrores aceptar que las cosas, las personas, los lugares que nos rodean pueden cambiar porque esto significa, entre otras, que la cosa, la persona o el lugar que conocimos ya no existen salvo en nuestro edulcorado recuerdo. Y, para colmo, nos lo han cambiado por una copia defectuosa e insípida.

Nos aferramos, por ejemplo, a la idea de que los amigos, o los primos, que tuvimos cerca cuando éramos pequeños han establecido una relación con nosotros que no solo no se borrará nunca, sino que, además, se mantendrá exactamente igual que entonces.
¡Ah, pero ojo! Nosotros si que tenemos la posibilidad de cambiar. Nosotros nos hemos hecho a nosotros mismos. Hemos crecido. Hemos mejorado. Somos más inteligentes. Hemos madurado. Estamos más centrados. Tenemos otras prioridades. Vemos las cosas de otra forma.
Pero, claro, si eso lo hacen los demás, pues no juego y me cabreo y me voy a mi casa, ea.

Es duro admitirlo, pero los demás también pueden cambiar tanto o más que nosotros. Y eso significa que el amigo que juró que siempre iba a estar ahí para nosotros cuando tenía dieciséis años tiene derecho a casarse y a decidir que es más importante llevar a su hija a la fiesta de fin de curso que pegarse una fiesta con nosotros.
Y es muy puñetero, pero mi primo, el que se mojaba los pies en el arroyo de mi pueblo conmigo y con el que tenía una comunicación intimísima, tiene derecho a no contarme ya sus problemas porque, sencillamente, ya es otra persona.
Eh, ojo, que yo también lo soy. Pero es que… yo soy yo, claro.

Aferrarnos a cómo deberían seguir siendo las cosas constituye un fermento excelente para tener todo tipo de problemas, sobre todo si pretendemos enfrentarnos al paso del tiempo armados solo de cabezonería.
Las vidas de nuestros queridos y conocidos divergen de la nuestra y esto, como los refranes, no es ni bueno ni malo. Ni todo lo contrario.

A pesar de esa tremenda barbaridad (por no llamarlo de otra forma) que dice Coelho de que «el universo siempre conspira a favor de los soñadores [sic.]», lamento señalar que el universo pasa de nosotros, soñadores o no. Y eso es lo más maravilloso de todo, que no somos el centro de nada y, por lo tanto, tampoco tenemos por qué sentir la presión de serlo.

Miles de personas pasarán por nuestra vida dejando una huella más o menos duradera, pero será solo eso, una huella. Podemos hacer lo que queramos con nuestros recuerdos y meterlos, si se nos antoja, en ámbar, pero el mundo seguirá girando y las personas con las que hemos tenido relación continuarán con sus vidas o se irán para siempre. No aceptarlo puede ser un recurso muy usado, pero eso no lo convierte en realista.

Propongo dejar pasar. Al igual que experimentamos el sabor de una comida con enorme intensidad y aceptamos que las croquetas de nuestra madre están más ricas cuando son las que comíamos a los ocho años y ahora tenemos cuarenta, puede que sea buena idea aceptar que nuestra memoria amolda nuestras experiencias con los seres queridos, las dulcifica para que nos ayuden en los momentos adversos, y nos permite seguir.
Seguir. Ese verbo sí que me gusta. Más, incluso, que los refranes.
Seguir moviéndonos siempre. Conociendo a gente nueva. Experimentando emociones (y no las hay buenas o malas, simplemente las hay).
Si, finalmente, decides que la gente de tu pasado tiene que estar en tu presente, acércate a ellos como a gente nueva. Dales la oportunidad de sorprenderte y de enseñarte de qué maneras puede alguien evolucionar si hace otras cosas que tú no has hecho, si tiene vida propia.

Me encantan las fotos antiguas. Sin embargo, me gustan muchísimo más las caras que se mueven en tres dimensiones y frente a un café.

Amigo, ¡qué distinto estás! Me alegra conocerte de nuevo.