Pinocho y sus circunstancias

Mentimos más que hablamos.

Esta exageración del lenguaje popular está casi en puertas de ser verdad al cien por cien.
No siempre son grandes mentiras que traigan enormes consecuencias. Hay veces, a diario, que mentimos levemente, de un modo socialmente aceptable y que no nos hace caer en el hecho de que acabamos de decir una mentira.
Pinocchio

Desde el «bueno, me lo pienso y vuelvo luego» en una tienda al «no tengo suelto» en un semáforo, todos y todas mentimos.
Hay veces en las que un «no me pasa nada» enmascara las pocas ganas de dar más explicaciones sobre algo que sí me pasa. Otras, mentimos sin saberlo porque todavía no ha ocurrido lo contrario a lo que hemos dicho: «el lunes empiezo».

Mentimos y nos mentimos. Y casi siempre nos perdonamos o, simplemente, no somos conscientes de ello.

Pero eso si, algo muy distinto es que nos mientan a nosotros. Eso ya lo llevamos bastante peor, ¿verdad?

Nos ofende e incluso nos duele que alguien en quien hemos depositado cierta dosis de confianza la traicione y nos sentimos así, traicionados. Porque lo que se ha dicho o hecho puede que no tenga relación con nosotros, pero la mentira si que nos toca directamente.

Los amigos, las parejas y los familiares de las personas que intentan superar un problema relacionado con la salud mental saben de sobra lo indignante que puede resultar emplear esfuerzo y tiempo en ayudar a alguien y descubrir que esta persona miente.

Se me viene a la mente el caso de un adicto a las drogas con el que trabajé, que es uno de los ejemplos más clásicos, pero también de hijos que mienten a sus padres sobre cualquier tema cuando estos solo muestran preocupación.

La lástima es que, en ocasiones, la persona a quien han mentido puede que decida retirar su ayuda, fruto de la indignación y con el orgullo herido, al son de un sonoro «que le den».

Por eso mismo debemos insistir tanto en planificar la ayuda.

Cuando nos vamos a enfrentar a una situación difícil con otra persona, cuando queremos ayudarlo, tenemos que plantear, desde el principio, los posibles errores, las recaídas, la volubilidad de la motivación, la mutabilidad de la fuerza de voluntad, la posibilidad de que aparezcan mentiras y concluir que todo esto es parte del proceso, no un ataque directo contra nuestro frágil ego.

Si no queremos, por ejemplo, que nuestra pareja nos mienta, podríamos centrarnos en cultivar una relación de comprensión en el que las mentiras graves no es que no tengan cabida, es que no se necesiten.

Igual ocurre con nuestros hijos. Si no queremos que nos mientan, debemos preguntarnos por qué se ven abocados a hacerlo.
A mis pacientes les cuento siempre un caso real propio de cuando, siendo niño, rompí una figurita decorativa que era un frasquito de colonia. Recuerdo que uní las dos piezas en precario equilibrio y recé por que mis padres no se dieran cuenta. Por supuesto, no dije nada.
Y, por supuesto, mis padres se dieron cuenta y estallaron en carcajadas cuando les dije lo mal que lo había pasado tratando de ocultarlo.
Definitivamente, era peor el miedo a la posible reacción que la reacción real.
Después de aquello, entendí que no tenía por qué mentir y que me ahorraba malos ratos, además de ganar posibles soluciones a mis problemas si los compartía.

Las mentiras no van contra nosotros, son un reflejo de la inseguridad del que miente en la mayoría de las ocasiones.
Convierte tu entorno en un lugar seguro y deja que la verdad vaya aflorando.

Requiere paciencia, pero esta se entrena. Pídenos ayuda si la necesitas. Estaremos encantados de ayudarte.

De verdad.

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