Seguro que, si alguna vez has tenido interés en la meditación o si tan solo ha aparecido esta en una conversación que has tenido, habrás esuchado algo sobre «poner la mente en blanco». Puede que incluso lo hayas comentado tú.
Cuando explico a las personas que vienen a los grupos de meditación los rudimentos básicos para que comiencen a practicar, no es extraño que alguna de ellas me hable sobre dejar la mente en blanco.
Mientras revisamos la postura del cuerpo para meditar, surgen preguntas y las primeras caras de «no sé si voy a poder hacer esto», pero hasta ahí, todo bien.
El tema está cuando pasamos a explicar qué hacer con la mente.
¿Qué hay, que dejarla en blanco? ¿Eso cómo se hace?
Yo no sé en qué pensar mientras meditamos. ¿Tengo que no pensar?
¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Qué se supone que voy a sentir? ¿Qué busco?
Reconozco que esta última es mi pregunta favorita. Y también confieso que la respueta que solemos dar no convence al principio y, llegados a este punto, la cara de extrañeza pasa a expresar algo así como un «si, hombre, para eso no he venido yo aquí».
Y es que la respuesta es simple: nada.
Por supuesto que no se trata de dejar la mente en blanco. Eso no se puede hacer -afortunadamente- y la opción de no pensar está descartada. Recuerda la anécdota del oso de Tolstoi que ya citara en otro artículo. No, no pierdas el tiempo intentándolo.
Tampoco tiene que ver con dejar vagar la mente para relajarse. Tranquilo, eso lo va a hacer la mente solita. Lo de divagar, digo. Ese es su trabajo y no pasa nada porque lo haga. Pero estamos hablando de otra cosa. Además, en la meditación que practicamos no ponemos el énfasis en la relajación. Es cierto que la relajación aparece y las tensiones se diluyen pero, digámoslo así, se trata de un efecto secundario.
Y eso de no esperar nada… ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Pues sí, no esperar nada. Solo sentarse. Solo sentarse y respirar. Solo sentarse, respirar y observar. Observar nuestro cuerpo, las sensaciones físicas que pueden -o no- aparecer. Observar nuestros pensamientos, los agradables o desagradables, que puedan aparecer -o no- en nuestra mente. Observar el flujo de nuestra consciencia, cómo se va y cómo podemos devolverlo a nuestra respiración.
En una sesión de meditación pueden ocurrir cosas agradables, desagradables, neutrales… o ninguna cosa en concreto. Y siempre es correcto. No hay una mala sesión de meditación salvo la que no se lleva a cabo. No hay día desperdiciado salvo el que no se medita.
Las experiencias agradables nos permiten disfrutarlas. Las desagradables nos aportan templanza y oportunidades para conocer mi conciencia; para aprender a dirigirla hacia donde quiera. Las neutras me sintonizan con mi cuerpo y el aquí y ahora. La práctica de hoy refleja el estado de mi mente y mi cuerpo en ese momento concreto, y eso no puede ser incorrecto nunca.
Sentarse y respirar. Sentarse, respirar y observar. Conocer, al fin y al cabo, mediante la experiencia. Decirle a los pensamientos «de acuerdo, pareces LA VERDAD, así, con mayúsculas, pero no eres más que un pensamiento» y darles su justo lugar. Que el juicio automático o la respuesta irreflexiva no sea lo primero que acuda a nosotros siempre.
No es ningún superpoder. No necesita capacidades especiales. Solo la curiosidad necesaria para observar, para querer saber más de uno mismo, para dejar los miedos poco a poco y ser más libre.
Dejar de buscar como si se nos fuera la vida en ello y ponerse a actuar tras haber encontrado nuestro sitio.
Puede que la meditación te suponga, como a mí, la base para apoyar el pie que me impulsa para dar el paso siguiente.
Lo que hagas tras la sesión es asunto tuyo, claro, pero seguro que es mucho más consciente, más meditado.
Sentarse, respirar y observar. Eso sabes hacerlo de sobra, ¿no? Vamos a sacarle partido.
Si necesitas alguna guía, te esperamos.