El silencio compartido

No es ninguna novedad que, desde hace años, organizamos grupos de meditación gratuitos en lugares que han ido cambiando conforme a las circunstancias.
También es sabido que las personas que acuden a estos grupos van y vienen, es decir, que puedes llegar un mes y encontrarme meditando con un grupo y, al mes siguiente, darte cuenta de que el único que sigue allí soy yo, pero ahora rodeado de gente nueva.

Ese, concretamente, es el espíritu por el que se creó la actividad. Suelo resumirlo con un «el próximo día me encontrarás meditando, de modo que, si vienes, meditaremos juntos y, si no, me encontrarás meditando».
Con esto me refiero a que es muy importante que cada uno se responsabilice de su práctica y, sobre todo, que no la convierta en un suplicio. Meditar es algo terriblemente simple pero, si no estamos atentos, podemos convertirlo en un tostón. Sobre todo si comenzamos a esperar algo, un resultado, o si lo convertimos en una obligación dolorosa.

En primer lugar, lo que aparece con la meditación debe aparecer sin esfuerzo, sin obligarse, sin buscar algo en concreto porque, si lo hacemos de esta forma, lo que conseguiremos será frustrarnos y distraer nuestra conciencia del hecho en sí de meditar.

Por otro lado, meditar -y, sobre todo, meditar a diario- implica disciplina, pero disciplina no significa sufrimiento porque sí. Es cierto que, en ocasiones, una sesión de meditación puede resultarnos desagradable, pero en ningún momento cada vez que nos sentemos a meditar vamos a tener que sentirnos bien. Sobre todo porque, ya lo he comentado, no meditamos con el objetivo de sentirnos bien, aunque eso pueda ocurrir.

Esa es una de las características que me parecen más fascinantes de la práctica. Es una acción bastante pura. Lo digo en el sentido de que podemos irla alejando de las recompensas todo lo que podamos y, en si misma, nos ayuda a aceptar lo que nos rodea, incuida la propia meditación, sin ponerle una etiqueta automáticamente.

En cuanto a la disciplina, es verdad que meditar a diario exige, por lo menos, acordarnos y «tener ganas», pero la meditación debería llegar a ser como peinarse o lavarse los dientes, algo que hacemos sin tener que estar siempre pensando en hacerlo o en si es una obligación o no. Una actividad diaria. Una de las muchas que hacemos y a las que, sin embargo, no le añadimos tanta parafernalia. Una actividad simple. Una rutina.

Precisamente para ello se crearon los grupos de meditación. En primer lugar, para ayudar a la gente que quiere comenzar a meditar y que no sabe cómo hacerlo. Yo explico las formas que suelo usar en mi propia práctica y vigilo que se hagan de la forma más adecuada (por ejemplo, que tu postura sea correcta para que no te acabe doliendo la espalda innecesariamente o adaptando la práctica a tus circunstancias concretas).

Y, en segundo lugar, para los que meditamos en casa, incluído yo mismo.

En grupo, compartimos el silencio de la meditación y nos apoyamos para, por ejemplo, permanecer sentados cuando nuestra cabeza nos dice «no puedes». También para darnos el empujoncito necesario y que nuestra fuerza de voluntad no tenga que hacerlo todo sola. Si estás viniendo a meditar cada semana en grupo, es más fácil que puedas seguir meditando en casa.
Finalmente, comentamos cualquier circunstancia que haya ocurrido, tanto en la sesión de ese día como en las de cada uno en casa, si es que lo quiere compartir. De este modo aparecen observaciones o problemas que yo creía que tenía solo yo pero que, curiosamente, son más comunes de lo que pensaba. Y eso, te lo aseguro, sienta bien.

Y ya, para colmo, si conseguimos volver a casa con la misma concentración y atención que hemos mantenido durante la sesión, el camino será muy provechoso.

Hay muy pocas excusas para no meditar y estamos aquí para dejarte con menos todavía.
Nos alegra mucho cada vez que alguien viene a sentarse y a respirar con nosotros, ya sea una cara nueva o conocida.

Voy a estar sentado en silencio la semana que viene. Me alegrará poder compartir mi silencio contigo.