Poderes mentales

Por si alguien está esperando que abra un debate acerca de la posibilidad de que existan poderes mentales más allá de la ciencia, lo cierro de antemano: la respuesta es no, así de sencillo.

Y, ahora, pasemos a algo que merezca más la pena.

De vez en cuando, como soy de piel con tendencia grasa, se me forma algún granito. Nada que ver con las hordas que se apoderaban de mí en la adolescencia, pero suelen aparecer en lugares estratégicos y uno de ellos es la punta de mi hermosa nariz. Se pone rojo, duele si lo toco y convierte mi cara en un quiero y no puedo de Rudolf, el reno de Papá Noel.
No tarda demasiado en desaparecer, pero tengo que seguir con mi vida diaria, así que salgo a la calle con mi mascarón de proa brillante y ese día, bajo la plena luz del sol, sé que todas las miradas se centran en mí. En mí y en mi nariz, claro. Y sé que todos los que me miran se burlan.

Tengo como mascota una coneja. Es una belier de pelo largo y blanco. Llegando la época de la muda mi casa se llena de pelo blanco, ondulado y finísimo. Yo suelo ir casi siempre de negro y, para colmo, tengo chaquetas que parece que llaman al pelo de la coneja a gritos. Antes de salir a la calle cepillo la chaqueta para deshacerme de todo el que puedo pero, al salir al sol, ¡sorpresa! Descubro que llevo una capa de pequeños pelos blancos que destacan y danzan sobre mi chaqueta negra, supuestamente impoluta. Ese día toda la calle se gira para detectar todos y cada uno de los pelitos blancos y, por supuesto, piensan mal de mí.

Conduzco una moto que tiene más de veinte años y que no hace más que darme satisfacciones pero, al llegar a algunos semáforos, se paran a mi lado moteros con flamantes máquinas nuevecitas y limpias que hacen sonar sus motores mientras la luz permanece en rojo. En ese momento tengo claro que los peatones que cruzan el paso de cebra están comparando y que yo salgo perdiendo en la comparación. Sé que piensan que dónde va ese tipo con esa moto tan vieja y pasada de moda.

Algo tengo que tener, porque sé a ciencia cierta que todas las miradas se centran en mí. Sí, sí, en mí. No en cualquiera. En mí.

De hecho, si doy un paseo de unos veinte minutos, no soy capaz de recordar, al llegar a casa, los detalles de las personas con las que me he ido cruzando, pero estoy totalmente seguro de que esas personas piensan en mí al verme pasar y que lo seguirán haciendo cuando lleguen a sus casas. Además, hablarán de mí -mal, por supuesto- con sus amigos y familiares.

Afortunadamente, luego me pongo a estudiar sobre atención y recuerdo lo limitadísima que es la atención humana y cómo podemos atender solo a un insignificante número de estímulos cada vez. Tanto es así que, si me interesa la conversación que tengo contigo o me gusta el artículo que estoy leyendo, se me pasa la hora de ir a algún sitio o se me pegan las lentejas que tengo al fuego.

Afortunadamente, recuerdo que todos los humanos tendemos a hacer interpretaciones autoreferenciales, es decir, a pensar que todo lo que ocurre NOS ocurre a nosotros. Y si eso nos pasa a todos, también a la gente con la que me cruzo por la calle y a la que «leo sus mentes».

Afortunadamente, vuelvo a leer mis propias anotaciones sobre cómo lo que pensamos y, por lo tanto, creemos que es real al cien por cien, depende en una importante medida de nuestro estado de ánimo y que, como este cambia de rato a rato, mis interpretaciones cambian. ¡Y eso que parecían reales!

En el momento que me descubro una supuesta debilidad, me echo a temblar. Menos mal que luego recuerdo que tengo que sacar la cabeza del ombligo y dedicarme a explorar el mundo y se me pasa.

La tendencia a centrarnos en nuestras inseguridades, el convencimiento de que «sé lo que los demás piensan» (aunque, si nos ponemos estrictos, no solemos dar ni una) y que, además, no necesito preguntarles para saberlo, sino simplemente dejarme llevar por mi intuición, son tremendamente comunes.
No es ningún signo de problema mental salvo si comienza a apoderarse de nosotros y nos lleva, por ejemplo, a no salir a la calle con un granito, a estar exageradamente nerviosos mientras hablamos con los demás si notamos la chaqueta llena de pelitos o a dejar la moto en el garaje porque no es el último modelo.

Todos podemos tener, en algún momento, pensamientos de este tipo, pero no tienen por qué suponer ningún problema si recordamos que son eso, pensamientos, y los tratamos como tales. No son la realidad, por supuesto. No podemos leer las mentes de los demás por mucha intuición que digamos que tenemos.

Eso sí, nos hablan de nuestras propias inseguridades y nos dan unas pistas fabulosas acerca del camino a trazar si estamos metidos en esto de la mejora personal. Y, al fin y al cabo, ¿quién no lo está?

Hay muchas técnicas que puedes aplicar para poner las cosas en su sitio y para abandonar, por fin, esa idea de que sabemos a ciencia cierta lo que los demás están pensando sobre nosotros.

Vente, que te las explico.