Para saber si has llegado bien a un lugar, para quedarme tranquilo, te pido que me hagas «una perdida», que «me des un toque», que me hagas un «llama-cuelga». Y te lo pido porque me quedo tranquilo y porque ese toque implica una conexión instantánea. Cuando estás llamando, tu interlocutor sabe en tiempo real que estás bien.
Estas son las cosas que me maravillan de los instrumentos de comunicación como el teléfono móvil. Significan el instante concreto, solo presente.
Lamentablemente, esta vez el «solo presente» puede jugarnos una mala pasada.
No es extraño recibir en la consulta llamadas de personas que, tras mucho tiempo dándole vueltas a su situación, deciden, en un momento de lucidez o de epifanía, llamar a un psicólogo porque consideran que no pueden más.
En ese momento, el teléfono juega en nuestro favor, ya que te pone en contacto conmigo ahora, justo cuando lo has pensado, cuando, tras debatirte contigo mismo acerca de si tengo o no cosas que contarle, si merece la pena el dinero gastado en salud mental, si puedes o no superar la vergüenza que te da contar tus cosas o si finalmente «crees» o no en los psicólogos (haberlos, haylos).
Es decidirte y ponerte en contacto con el psicólogo.
Pero, claro, lo hago desde mi casa, mediante una llamada o un correo electrónico, y he puesto toda la carne en el asador. Lo malo es que estamos hablando de mi estado presente, de cómo está mi mente en el momento en el que me decido a dar el paso y pedir ayuda.
En ese momento descuelgo el teléfono, hablamos y te propongo un día para que quedemos y me cuentes, a ver qué podemos hacer juntos. Y te parece bien, aunque tienes que llamarme más tarde para decirme el día concreto. Y cuelgas. Y miras tu agenda. Y piensas en tus planes. Y cambia tu estado de ánimo. Y ya no quieres ir a la consulta. Y dices que ya no estás tan mal. Y ya te parece malgastar el dinero el ir a un psicólogo. Y ya no «crees» en los psicólogos.
Se pasó. Se marchó la epifanía y, con ella, la posibilidad de trabajar juntos. La oportunidad de conocernos y de que disfrutemos del camino que podríamos haber realizado. Puede que ya sea necesario pasar otra vez por situaciones difíciles para que vuelvas a decidirte. E incluso puede que, ahora, te de vergüenza volver a llamar cuando, de nuevo, vuelvas a pensar que necesitas ayuda.
Es difícil de creer, pero no puedes imaginarte la alegría que siento cada vez que conozco a un paciente nuevo. Es una mezcla entre el interés por resolver la situación y la curiosidad por conocer a alguien nuevo con una historia propia y única, por mucho que algunos detalles se parezcan a los de los demás. Se llama vocación y sería una pena que no le sacaras partido en tu beneficio.
Hoy has decidido que es una buena idea ir a un psicólogo. Bien por ti. Ahora amárrate al palo mayor, como Hércules, y resiste a las sirenas que te irán diciendo «tampoco estás tan mal», «es dinero tirado», «no me va a servir para nada» o «no creo en los psicólogos».
Pasada esa isla, ese momento, nos queda una travesía fabulosa y te aseguro que se rema mejor en compañía.
Ya sabes cómo contactar.
Puede que ahora, por un instante, creas en los psicólogos y luego ya no, pero los psicólogos creemos en tí.