El profesor Richard Dawkins, en su más que interesante obra Destejiendo el arco iris, explica una anécdota en la que se remonta a su infancia, cuando su hermana y él fueron “engañados” por su padre y su tío quienes, en el día de los inocentes, les vendaron los ojos, los sentaron en un banco del jardín y levantaron este simulando el vuelo de una avioneta. Este movimiento, sumado al efecto de un ventilador y de unas ramas que movían su madre y su tía, generaron la ilusión en los niños de que, en realidad, habían “despegado” y que habían realizado un vuelo en un aeroplano que, vaya a usted a saber por qué, sus padres tenían escondido.
Cuando revisamos esta anécdota trivial, nos podemos dar cuenta, tal y como le ocurre al profesor Dawkins, de cuán influenciables son los niños y de lo tremendamente crédulos que se muestran ante sus padres o ante personas autorizadas por estos. Es lógico si pensamos que tiene una razón evolutiva. No es buena idea ponerse “en plan científico” si nuestros padres nos dicen que no metamos los dedos en el enchufe. Nos conviene más, como especie, fiarnos de ellos, ya que el probarlo por ensayo y error supondría un riesgo demasiado alto.
Por mi parte, esta historia también me ha hecho reflexionar sobre la importancia del juego en nuestro desarrollo y sobre cómo, durante el mismo, estamos recibiendo y realizando un aprendizaje fundamental lleno de complejidades y maravillas.
Cuando estamos regalando un juguete a un niño, le estamos transmitiendo información. De esto saben mucho las estudiosas feministas que han ampliado nuestra conciencia arrojando luz sobre cómo los roles de género pueden inculcarse a los niños mediante la elección de juguetes. Ya saben, camioncito para el niño, muñeca para la niña.
Asimismo, cuando nos ponemos a jugar con los pequeños también estamos haciéndolos partícipes de todo un universo simbólico y planteamos relaciones que, como tales, han de ser estudiadas.
Jugar con nuestros hijos es, sin duda, algo tremendamente agradable -y, de paso, una excusa perfecta para hacer algunas payasadas que, en un contexto adulto, no se nos permitirían-. Pero también es, sobre todo para los profesionales y los padres que nos empeñamos en observar y preguntarnos, un importante campo para descubrir cómo nos comunicamos con ellos, qué valores les estamos ofreciendo, cómo se establecen los lazos afectivos y de confianza, cómo son capaces de entender la parcela de nuestro mundo que les estamos mostrando y cómo somos capaces -o no- de entender la parte del mundo del niño que nos están enseñando.
Insisto muchísimo a los padres, tanto en cursos como en la propia consulta, en que nuestra labor no es solo la de educar y cuidar, sino también la de aprender y disfrutar.
En esto, el juego tiene un papel fundamental.
Es un muy buen momento para pasar tiempo con nuestros pequeños y hacerlo conscientemente, es decir, reflexionando sobre cómo jugamos.
El juego del niño en solitario no es incompatible con el tiempo que pasa jugando con sus padres o el que disfruta con sus iguales.
Observar a los niños jugar como si fueramos científicos (ojo, no me refiero a observarlos “buscando problemas», como en ocasiones he encontrado a padres haciendo) nos puede aportar una información interesantísima, aunque sea por el mero hecho de conocer un poco mejor a nuestros hijos.
Y, por supuesto, jugar con ellos puede ser una delicia, una excusa para soltarse –como ya he comentado-, una ocasión para fortalecer los lazos, una escuela, un laboratorio y un libro abierto al conocimiento por parte de ellos y de nosotros.