El pijama imantado

No lo digo yo, lo dice Manu Sánchez, el humorista, en uno de sus más acertados monólogos.
Ponerse el pijama implica un mínimo de diez horas. A partir del momento en el que te lo pones, ya no puedes quitártelo en diez horas y es la excusa perfecta para no salir si te llaman a altas horas de la noche. «Es que tengo puesto ya el pijama».

No deja de ser una exageración pero, como dice el refrán, entre broma y broma, la verdad asoma.

Podemos disfrutar enormemente de un día metidos en casa, con lluvia fuera, bajo una manta en el sofá y con ese conjunto cómodo y que no enseñarías a nadie porque solo lo usamos para estar en casa.
Es una delicia tener un domingo para nosotros y no tener que ir a ningún sitio. Decirnos «hoy me quedo en casa en pijama» y hacerlo todo de esta guisa.
Un pijama, o un chándal cómodo, puede ser también un símbolo de complicidad e intimidad en una pareja.

Pero en ocasiones, también puede convertirse en uno de nuestros más duros enemigos.

No ya la prenda en sí, claro, sino lo que implica cuando, estando con el ánimo por los suelos, decidimos no cambiarnos al levantarnos por la mañana.

¿Para qué me voy a cambiar si no voy a ir a ningún sitio?

Pregunta trampa. Dale la vuelta. Puede que no tengas a dónde ir sencillamente porque no te has cambiado.
Cuando pasamos por una depresión, cuando nuestro estado de ánimo está por los suelos o nos sentimos apáticos, vernos «de andar por casa» no ayuda. Cierto es que podemos sentirnos seguros, cómodos, pero esa misma seguridad y comodidad aparentes influyen a la hora de no poner en marcha mecanismos para superar nuestra situación.

Al igual que un idioma se aprende enfrentándose a la comunicación o que un miedo se salva exponiéndonos poco a poco a lo que nos asusta, la actitud es fundamental a la hora de salir del bache.

Con nuestra ropa de andar por casa, cuando se convierte en nuestro uniforme diario, le mandamos mensajes a nuestra propia conciencia. No estamos para salir. Estamos cansados del esfuerzo que supone mantener una apariencia que, en ocasiones, resulta incómoda como unos zapatos de tacón o una prenda muy ajustada.

Puede que entonces tengamos que decidir cambiarnos para nosotros mismos. Lavarnos el pelo, arreglarnos y salir. Salir a lo que sea. Salir a dar un paseo. Salir a caminar aunque sea con un paraguas.

Cámbiate, ponte algo de música en los cascos y date una vuelta por las calles con una banda sonora. La ciudad cambia. Nuestra mente despierta. No hemos solucionado aun los problemas, pero tenermos a nuestro cerebro en modo acción.

Si ya llevas un tiempo en casa y parece que las soluciones cada vez son menos, quítale el pijama a tu mente, arréglate para verte agradable a tí mismo/a ante el espejo, solo por verte bien, y manda a tu cerebro el mensaje: ponte en marcha, poco a poco, no hay prisa, pero vamos.

Caminando no vamos a arreglar un problema directamente, pero calentamos y estiramos nuestras habilidades para poder dar con la solución. Es una forma de oxigenarnos y que los mismos pensamientos no estén siempre dando vueltas y diciéndonos «yo soy la verdad» como si de verdad lo fueran.

Prueba a ser valiente. A ver si eres capaz de ser la primera persona en tener puesto el pijama y, cuando lo llaman para salir, quitárselo y ponerse en marcha.